En el año 2006 viajé de mochila desde Medellín, Colombia, hasta Buenos Aires, Argentina. Quería hablar con el escritor Ernesto Sabato. Tenía 95 años. En 2011 cumplirá 100. ¿Hablé con él?
Santos Lugares, 26 de enero de 2006
Vine para verlo, don Ernesto. El 18 de diciembre salí de Medellín y luego de diez semanas viajando hacia Buenos Aires, al fin estoy aquí, al frente de su casa de corredor de ajedrez.
Son las diez de la mañana. Hace unos minutos Gladys, su empleada, salió a atenderme y me dijo que usted todavía no despierta, que vuelva a eso de las cuatro. A esa hora. A las cuatro. Lo voy a esperar.
¿Qué tanto son seis horas cuando hace años que muero por verlo? ¿Le pasó a usted que leyó a un escritor y soñó con tocarlo, así viviera al otro lado del mundo? Pues aquí me tiene. Leí algunos libros suyos en Colombia y ahora, después de algunos ahorros, muchos días y buses estoy en Santos Lugares esperando a que usted despierte.
De Santos Lugares sé que lo que usted dijo en una entrevista: que hace más de sesenta años era un barrio de gente obrera, modesta, en general trabajadores de los talleres Alianza del Ferrocarril San Martín; que aquí ha vivido desde entonces, alejado del caótico ambiente de Buenos Aires; que aquí ha escrito el total de sus obras, que aquí pasaron la infancia sus hijos y que aquí murió Matilde, su esposa, hace seis años.
Aunque lo mío, más que una tarea de periodista pretende ser una visita de lectora, temo que me pase como a la periodista del semanario Brecha en 1996 quien, después de confirmada una entrevista, recibió de usted una llamada cancelándola. Le dijo que tenía 85 años, que de pronto ocurrían hechos que lo destrozaban, que lo sumían en un dolor tan intenso que lo imposibilita para este tipo de tareas. Le dijo que Matilde, su compañera de toda la vida, estaba muy enferma. Le recordó que había perdido un hijo hacía un año y medio. Que no podía, no podía, no ahora. Que tal vez algún día, dentro de un año o dos, cuando estuviera menos adolorido.
Han pasado 10 años de eso. Ahora usted tiene 95 y yo tengo 22. Usted perdió a Matilde. Yo no puedo perder mis esperanzas de conocerlo. Yo no solicité ninguna entrevista, así que usted no me cancelará nada. Tengo dos opciones: irme o confiar en que lo veré. Me hacen juego unas palabras suyas: “no estoy aquí por azar, porque no hay azar en las cosas del espíritu: hay destinos, hay propósitos, conscientes o inconscientes”.
Pasan las horas. Mientras allá adentro usted se levanta, se baña, se viste y hace lo suyo, yo espero, espero, espero. Camino por Santos Lugares. Entro al Centro Cultural Ernesto Sabato al frente de su casa. Veo cientos de libros suyos en estantes ordenados, pero estoy bloqueada, no puedo leer. Voy a una cafetería. Hojeo el libro que viene conmigo desde Medellín. Preparo un cuestionario. No logro definir la primera pregunta, sé que debo presentarme, decir que vengo de lejos, ¿pero qué se le pregunta a Ernesto Sabato?
Mi recorrido por el pueblo coincide con la hora del almuerzo y la siesta. Hablo con un vendedor de revistas, le pregunto por usted, dice lo mismo que la señora de la papelería y la chica de los caramelos: lleva toda la vida aquí, es un personaje. Él… y… cuando salía con el perro…
Camino hasta el precioso Santuario de Lourdes. Rezo, ruego, Ay, Dios, que lo vea. De regreso a su casa no se me ocurre conocer o escribir algo sobre Santos Lugares. No es ese mi tema. Llego a su calle y lo espero sentada en las escaleritas del Centro Cultural. A las cuatro de la tarde toco por segunda vez el citófono. Contesta Gladys.
Koleia: Buenas tardes, soy la periodista colombiana que vino a las diez. Quería saber si don Ernesto puede recibirme.
La voz: No, no está.
Koleia: ¿No está? Pero… ¡cómo! Yo he estado aquí y no lo vi salir.
La voz: ¿Dónde aquí?
Koleia: Afuera, en las escaleras del frente.
La voz: No es verdad, yo salí y no la vi. Don Ernesto ya se fue.
Koleia: ¿Se fue? No… no puede ser… yo vine desde Colombia, sólo a verlo… mañana sale mi avión… usted dijo que viniera a las cuatro.
La voz: Pero se fue, acaba de venir el taxi por él.
¿No hay casualidades, don Ernesto? ¿A qué vine entonces? Entro a la tienda al lado de su casa y lloro. “¿Qué puedo hacer por vos?”, se ofrece su vecina la vendedora de caramelos. Y yo deposito sobre la vitrina mi libro de héroes y tumbas y lloro, no paro de llorar.
Insistencia:
Eso pasó ayer. Hoy es otro día. Otra vez, la mañana, otra vez la periodista en camino a la casa de Ernesto Sabato. Hoy no lo puede esperar tanto. A las cuatro de la tarde sale el avión que la llevará a Colombia. No puede quedarse un día más en Buenos Aires. No puede.
Se baja del tren en la estación Santos Lugares. Camina hasta la calle Severino Langeri. En la tienda de caramelos pregunta por un libro que debió dejar don Ernesto firmado para ella. La reconocen. Le dicen que anoche le entregaron el libro a la empleada, pero que aún no lo devuelve. La periodista se emociona y se asusta: se llevará una firma del escritor en su libro. Pero ¿a qué hora?
A las diez de la mañana toca otra vez el timbre. Gladys contesta el citófono.
Koleia: Buenos días… Soy la periodista colombiana que vino ayer a ver a don Ernesto. Dejé un libro en la tienda para que por favor él lo firme, o no sé si será posible verlo….
La voz: Sí, el libro aquí está. Cuando despierte le diré que lo firme, espere.
Esperar, esperar diez minutos, veinte, media hora hasta que llega un carro y se estaciona frente a la casa. Se baja una señora sola. Va a abrir la reja que da al corredor de ajedrez y al jardín de abedules, cuando la abordan.
Koleia: Buenos días… Disculpe señora, soy periodista. Vengo viajando desde Colombia hace cuarenta días por tierra. Sueño con darle la mano a don Ernesto. Vine ayer, hablé con Gladys, esperé todo el día y al final no lo vi porque me dijeron que se había ido. Mi vuelo sale esta tarde, tengo que volver a Colombia. Ayer dejé mi libro Sobre héroes y tumbas en la tienda, y les pedí el favor de hacérmelo firmar del escritor. Ahora me dijeron que el libro está adentro. Sólo quisiera saber si lo firmó y llevármelo.
La señora: Sí…Voy a ver si ya lo ha firmado, ya ves que acabo de llegar.
La señora abre la reja, entra y en cinco minutos sale. Llama a la periodista con una mano mientras con la otra abre la reja de nuevo: “Aquí tenés tu libro, ¿querés entrar?”
Buenos días
Aquí voy, don Ernesto, caminando sobre el ajedrez embaldosado de su pasillo, mirando de cerca la arboleda centenaria que es su sala de recibo, entrando a su casa, demostrando que “no hay casualidades sino destinos”, que “no se encuentra sino lo que se busca”.
¡Buenos días! Lo veo parado en una sala biblioteca. Tiemblo. No sé qué ropa tengo. Usted, jean desteñido, camisa blanca manga corta, tenis blancos y gafas de Sabato, da dos pasos a mi encuentro, lentos, cautelosos. ¡Oh, Virgen de Lourdes! Aprieto su mano de falanges delicadas, uñas cortas y arrugas en piel de durazno mallugado. ¡Tiene 95 años! La señora lo ayuda a acomodarse en su sillón, me pide que me siente y le dice que vengo de Colombia. Se retira. Comienza, pues, nuestra conversación, don Ernesto, a pesar de que usted no sepa quién soy yo ni a qué he venido.
Sabato: ¿Colombia? Oh, sí, sí, sí, lo he escuchado.
Koleia: Sí, usted estuvo ahí, como en el 83.
Sabato: Claro… yo estuve ahí… ¿Y vos me viste ahí?
Koleia: No, don Ernesto, no lo vi.
Sabato: ¿No? ¿Cómo no lo viste?
Koleia: No lo vi a usted.
Sabato: ¿Por qué?
Koleia: Yo todavía no había nacido…
No es por falta del cuestionario que se producen estos silencios. Estoy superando el impacto de tenerlo cerca. Sólo puedo mirarlo, ni siquiera sus libros alrededor me desconcentran. Lo miro a usted y lo imagino joven, paseándose con su esposa Matilde por las calles de Santos Lugares, con su perro, o sentado frente a su máquina de escribir atacando sus fantasmas, planeando el asesinato de María Iribarne, componiendo el Informe sobre ciegos, pintando los rostros oscuros de Dostoievsky y Virginia Wolfe.
Sabato: ¿Y cómo te interesaste para venir hasta acá?
Koleia: Porque lo he leído, don Ernesto, por sus libros…
Sabato: ¿Y cómo llegaste?
Koleia: Viajando en bus, por tierra, Ecuador, Perú, Bolivia, Argentina… un mes y medio así.
Sabato: Niña querida… ¿cuántos años tenés?
Koleia: 22
Sabato: Mirá… … … ¿Qué libro tenés ahí?
Koleia: Sobre héroes y tumbas.
Sabato: Sobre héroes y tumbas, dejá ver… Mirá qué lindo… –tiene en sus manos el libro que acaba de firmar y parece que lo ha olvidado– ¿Y vos has leído el libro?
Koleia: Sí, también los otros, El túnel, La resistencia… Pero este me impresionó mucho. Por eso estoy aquí.
Sabato: ¿Te impresionaste mucho?
Koleia: Sobre todo con el Informe sobre ciegos.
Sabato: Siento tanto cariño cuando has hecho una cosa así… ¿lo has leído en serio?
Koleia: Claro.
Sabato: Mirá vos…
Viene un silencio más largo, de casi veintiocho segundos. Aparece la señora con dos vasos de Coca-Cola en una bandeja. Los recibimos y usted corta el silencio.
Sabato: Te siento un cariño muy grande…
Koleia: Y yo… tanto que ni siquiera puedo hablar.
Sabato: Pero cómo no vas a poder hablar, querida. Después de estar… Hay muchas personas que me vienen a ver hace años. Y vos has venido hasta aquí, como ellos han venido… tantos seres humanos…
Llevaremos siete minutos sentados en la biblioteca, cuando desde otra habitación la señora grita: “Tati, que tiene un llamado”. En su casa usted es Tati. Usted no sabe quién lo llama, usted no quiere pararse a contestar. La señora insiste. “Allá está el llamado, allá está Gladys atendiéndolo, vaya agárrelo. Igual y la chica por un ratito vino a saludarlo, nada más, y es así”. Entiendo, la señora quiere que me vaya, pero usted me defiende: “Y es así, todo es así… han venido tantas personas, ¿por qué no va a estar ella más?
Vuelvo a nuestra conversación:
Koleia: ¿Todavía pinta? –ya sé que no, pero igual…
Sabato: Pintaba cuando era chico, tenía 13 años. Con mi madre. Mi madre tenía una cantidad de hijos, y después le llegó el final. Le tenía tanto cariño… bueno… he pintado y he escrito, he escrito en tantos lugares del mundo, he estado en diferentes partes de los países…
Koleia: Hay un personaje en Sobre héroes y tumbas, Bruno, que dice que por desgracia la vida la hacemos en borrador… Yo le quería preguntar si de ese borrador de la vida usted quisiera cambiar algo o agregarle algo que no haya hecho.
Sabato: He viajado tanto, he estado en tantas partes del mundo… Me han tratado con tanto cariño en estos años.
Koleia: ¿Entonces no cambiaría nada en ese borrador de su vida?
Sabato: Ahhh… tanto he vivido, en tanto tiempo que tengo… Tantas personas de diferentes partes del mundo han venido, han llegado hasta aquí… He estado en países diferentes…
La cortesía con que usted me contesta, lo silábico de su pronuncia, ese tono bajito que hace pensar que cada expresión es un secreto; sus manos, don Ernesto, todo en usted me inquieta. Esa frente atestada de hileras horizontales, profundas, repujadas y en línea con el par de cejas despeinadas que se elevan cuando habla, cuando me pregunta:
Sabato: ¿Y cómo supiste que yo vivía acá?
Koleia: Porque usted lo ha escrito…
Sabato: He estado casi toda mi vida en esta casa. He estado en tantas partes del mundo, pero vuelvo a Santos Lugares, Santos Lugares es el lugar donde he vivido y donde estaré muerto. ¿Dónde vivís vos?
Koleia: En Medellín.
Sabato: ¿Medellín?
Koleia: Sí, vivo en Colombia.
Sabato: Ah, ¡Colombia, vivís en Colombia! ¡Caramba! Qué cariño siento. ¡Vivís en Colombia! Llegan aquí tantas personas, vienen a verme desde tantos países.
Hace una semana estaba sentada en una banca del Parque Lezama imaginando que justo allí Martín conoció a Alejandra, en la primera página de Sobre héroes y tumbas. Soñé con los ojos abiertos que usted salía de entre los árboles y me preguntaba el nombre, y yo mentía.
Koleia: ¿Y Alejandra?
Sabato: Alejandra, cómo no… fue para mí la gran cosa que yo tenía, tuve, y… bueno… ni la foto de ella…
Koleia: ¿Usted relee sus libros?
Sabato: ¿Cómo?
Koleia: ¿Volvió a leer El túnel, Sobre héroes…?
Sabato: Claro, cómo no, los tengo, cómo no los voy a tener.
Koleia: Digo que si los vuelve a leer.
Sabato: Sí, cómo no, querida… yo escribí de acá, de acá y de allá, son todas cosas que tienen su importancia y… bueno…
Koleia: ¿Y qué va a pasar con todo eso cuando ya usted no esté?
Sabato: ¿Cuándo yo me muera, decís? Yo me moriré en cuanto te descuidés un poquito. Ves que tengo muchos años. Tengo cosas de diferentes países, obras tan importantes, y así es la vida, querida, así sucede con los escritores importantes que tienen la vida y… bueno… así es, es así, que he estado en tantas partes del mundo, tantas… pero finalmente he venido a estarme como para siempre en este país. El final, qué sé yo… Ya tengo tantos años, y en cuanto me descuide un poquito, me voy a morir, ¿qué te parece? –Se ríe, me conmueve– Y… bueno… es una broma, pero no digo las cosas de broma, porque es verdad así, no soy solamente yo, son todas las personas que hay en el mundo.
Koleia: Y ahora que usted dice que se va a morir, que sabe que finalmente todos nos vamos a morir, ¿no aparece Dios ahí, al final de su vida?
Sabato: ¿Qué decís?
Koleia: Dios…
Sabato: He dicho muchas cosas importantes… y bueno… al final terminé por refugiarme para siempre en esta silla.
Koleia: Y la música, ¿le gusta la música?
Sabato: ¿La música? ¡Claro! Me gusta mucho. Yo viví… mi madre que era… ha muerto, claro… me llevaba y a mi hermana, la mayor, nos llevaba…
Koleia: ¿A dónde?
Sabato: ¿Cómo?
Koleia: ¿A dónde los llevaba su mamá, a conciertos?
Sabato: Sí, sí, cómo no… Todas estas cosas son muy conmovedoras porque no hablo muy profundo, con mucha expresividad y… bueno, ahí está… Tengo muchos años, pero no soy ni sonso ni estúpido ni… Bueno, soy un tipo importante que está en el mundo y… bueno, así ha sido la cosa… he vivido en este mundo.
Koleia: Y ha vivido mucho…
Sabato: Cómo no, claro que sí, claro que sí, claro que sí. Después de haber vivido en diferentes partes del mundo, finalmente estoy aquí para siempre, para morir, claro… pero todavía estoy bien, bien caliente, no te creas que estoy frío.
La fría soy yo, don Ernesto. Miro el reloj y ha pasado media hora desde que me entregaron el libro firmado por su mano temblorosa, desde que pude tocarlo. Momento de irme. Abro mi bolso para guardar mi libro y usted mira adentro:
Sabato: ¿Qué tenés ahí?
Koleia: Mi cuaderno de viaje.
Sabato: ¿Ahí está todo lo que viviste?
Koleia: Falta escribir este encuentro.
Me levanto de la silla y trato de ayudarlo a levantarse, pero usted asegura que puede solo. La señora en la cocina advierte mi despedida y se acerca para acompañarme a la salida.
Koleia: Hasta pronto, don Ernesto.
Sabato: Hasta siempre.
Koleia: ¿Y ahora qué hará?
Sabato: Mientras tanto sigo, ya veremos cuando esté en otro mundo.
Hasta siempre
La periodista camina sobre el tablero: baldosa negra, blanca, negra, blanca y así, con las manos juntas a la altura de la boca como rezándole a la Virgen de Lourdes. Mientras sale, habla con la señora cuyo nombre no ha preguntado ni preguntará.
Koleia: Muchas gracias, muchas gracias.
La señora: No, por favor. Y… ¿qué impresión llevás?
Koleia: No sé… son tantas cosas. Lo conocí por sus libros… usted sabe. Me parece mentira que haya podido verlo, oírlo… Aunque ya no pueda hablar lo mismo.
La señora: Pero claro, está tan viejito. Es comprensible que por ahí se hace nebulosas, además él no durmió bien en la noche y es normal que hoy esté muy triste. Los sábados para él son muy tristes.
Koleia: ¿Por qué?
La señora: Imagínate un hombre que ha salido toda su vida. Hoy vienen chicos a la tarde, pero como no durmió bien entonces como que le cuesta pensar ahora, por ahí se pierde. También hay que entender que va a cumplir 95 años.
Koleia: De todas maneras conversamos.
La señora: Sí, sí, claro, la juventud le encanta.
La señora trabaja con Ernesto Sabato desde hace veinte años. Cuidó a Mercedes cuando se lisió, vio a don Ernesto aferrarse a la pintura y lo ve en estos días en los que no puede ni pintar ni leer. Le cuenta a la periodista que, para ser sincera, no comprende la literatura de Sabato como los demás la comprenden, porque lo ve “como humano, como el que come, el que duerme, el que va al baño, el que comparte con nosotras una taza de té en la cocina”.
La periodista pregunta con cierto pudor sobre lo que pasará con la casa cuando don Ernesto vaya adonde Matilde y su hijo, cuando entre estos abedules del jardín no quede sino el sonido fantasmagórico de unos dedos tecleando palabras o moviendo el pincel. Que probablemente será museo, dice la señora, y que abrirá las puertas a los lectores que vienen, como ella, de tantas partes del mundo a conocer el santo lugar de Sabato.