Esta pasada semana, un país hasta ahora casi desconocido en la escena internacional como Kirguizistán saltaba a las portadas de la prensa internacional. El motivo, como suele ser habitual en el centro de Asia, es la convulsión política de estados apenas democratizados, en los que las presiones de potencias extranjeras generan y derrocan líderes como en los tiempos de la Guerra Fría, atendiendo más a la geoestrategia que al interés de sus habitantes. En el caso de la pequeña república kirguiz, le ha tocado a Kurmanbek Bakiyev, un líder surgido de la llamada revolución de los tulipanes, un movimiento iniciado a principios de este siglo en el contexto de las llamadas “revoluciones de colores”.
Este fenómeno, de talante occidentalizante y financiación a cargo de Washington, comenzó en 2003 en Georgia, con la llamada revuelta de las rosas, que sirvió para que la alianza proeuropea capitaneada por Mijail Saakhasvili derrocase al exministro soviético Edvard Shevardnadze y rompiese con cualquier vínculo con Moscú aún a costa de provocar el desmembramiento tácito del país. Poco despúes, Viktor Yushenko y Yulia Timoshenko protagonizaron en Ucrania una dura campaña electoral contra Viktor Yanukovich, representante del oriente prorruso del país, en la que se cruzaron duras acusaciones contra las influencias espúreas del antiguo KGB. Con las calles de Kiev tomadas por miles de manifestantes “naranjas”, el cambio de gobierno llegó al país bajo la promesa de la prosperidad de un mayor acercamiento a Europa y EEUU. Un año después, en 2005, la historia sigue la ruta de la seda y nos devuelve al remoto Kirguizistán, donde las acusaciones de corrupción y sumisión a los intereses del Kremlin contra el presidente Askar Akayev por parte de los reformistas sirvieron para aupar al hoy depuesto Bakiyev al poder. De este modo, y tras fracasar la llamada revolución blanca en su intento de jubilar al autoritario Aleksandr Lukashenko en Bielorrusia, se consumaba en torno a 2005 la penetración de EEUU en la región, ligada a los intereses logísticos de la guerra de Afganistán y al lucro proveniente de las materias primas y las fuentes energéticas de la región.
Cinco años después, las últimas noticias nos demuestran como la oleada prooccidental ha sido frenada y contrarrestada con creces. En Georgia, el apoyo extranjero no ha servido para evitar un conflicto armado con Rusia que ha dado como resultado el desmembramiento del país y la invasión parcial de sus regiones separatistas. Al oeste, en Ucrania, las esperanzas de entrada en la UE no han servido para evitar el descalabro de la coalición naranja en las elecciones presidenciales. El otrora denostado Viktor Yanukovich alcanzó hace dos meses una mayoría presidencial suficiente que restaura la influencia de la Duma, dejando a Yushenko completamente fuera de juego. Su antigua aliada, Yulia Timoshenko, única superviviente del movimiento reformista, vive enrocada en su puesto de primera ministra sin gobierno que la respalde, obligada a jugar a lanzar guiños a Moscú para no desaparecer del mapa político. Como última muestra de este contragolpe, la destitución forzosa de Bakiyev por parte sus antiguos aliados nos muestra a una Rusia en auge, dispuesta a destinar 50 millones de dólares de su no tan maltrecha economía para sufragar al gobierno de confianza popular de la exreformista Roza Otunbayeva. EEUU, atónito, sólo puede pedir una resolución pacífica de un conflicto que puede arrebatarle una base, la de Manas, vital para abastecer a sus tropas en su ofensiva primaveral contra el rebrote talibán.
Como en los sesenta y setenta, las viejas potencias del Este y el Oeste continúan disputando su larga partida de ajedrez sobre un mapamundi. Tras la virtual desaparición de Rusia de la escena internacional con el colapso de la URSS, el Kremlin ha sabido rehacerse a base de ampliar su influencia comercial en nuevos mercados y de foguear a su ejército y sus servicios secretos en la guerra sucia del Caúcaso. Desde 2000, Moscú domina la vida politica de sus antiguos vecinos soviéticos y, como demuestra hoy mismo la visita a Latinoamérica de su presidente, Dmitri Medvedev, el gigante ruso busca nuevos terrenos de prospección. Sus negocios militares con Cuba, Venezuela y Brasil recuerdan la creciente égida de China en África. Mientras el mundo cambia de color y de dueño, Europa y sus líderes continúan automarginándose de la escena internacional, convirtiendo sus disensiones internas en excusa de su desaparición diplomática. Pesa demasiado el coste de su ampliación hacia el este y las fallidas intervenciones comunitarias en Bosnia y Ruanda como para pararse a calibrar su peso exterior. Con la UE convertida en mera comparsa de la ONU y la OTAN, sólo nos queda asistir como espectadores involuntarios a los cambios de guardia en Bishkek.
Creo, sinceramente, que es un artículo cojonudo. Mi enhorabuena.
Yo tmb pienso que es mu buino…