Mientras los casos de corrupción que han enriquecido a centenares de individuos aún continúan sin resolverse, en Barcelona 811 indigentes fueron multados durante 2011 por dormir en la calle
Las pautas impuestas por la lógica del Capitalismo abarcan todos los ámbitos de lo social. Casi podría decirse que no hay ninguna actividad humana que no se someta a la competitividad y al individualismo que caracterizan a este sistema cuyas normas aprendemos desde muy temprana edad. La igualdad de oportunidades es el leitmotiv tras el cual se amparan los distintos idearios políticos para continuar defendiendo una democracia mercantil y pacata, mientras que el llamado “American Dream” oficia de modelo para convencernos de que cualquier individuo, aunque sea un ignorante, puede llegar a la cima del éxito económico.
Al engranaje humano que hace funcionar a este sistema se le suma el poder de los medios de comunicación que, cual prostitutas de esquina (con el debido respeto y solicitando mis disculpas a las prostitutas de esquina por semejante comparación), ofrecen sus servicios a cambio de dinero, informando acerca de los supuestos beneficios que obtienen quienes se suman a esta suerte de carrera hacia la conquista material. La eficacia de este ejercicio es notable y se traduce en lo que diariamente podemos (si queremos) observar en la calle: Seres humanos que parecen salidos de un anuncio publicitario, hombres y mujeres adiestrados para comprar, androides programados para la acumulación de objetos sin otro valor que el comercial, pero que les reportan cierto respeto entre sus iguales.
Sin embargo las grietas que durante los últimos años se abrieron en el corazón mismo del sistema, han hecho que aún hasta el más despistado de sus defensores se replantease la efectividad de sus postulados. Porque paralelamente a la crisis global que ha dejado sin techo a quienes apostaron todo por la casa propia, que ha dejado en el paro a millones de trabajadores y que ha motivado multitudinarias movilizaciones sociales; el abismo entre quienes lo tienen todo y quienes no tienen absolutamente nada fue profundizándose de manera notable. Y a pesar de los esfuerzos para que esta realidad se haga invisible a los ojos de las clases medias, la pobreza se asoma con una insistencia preocupante. Los intelectuales del sistema, ante el temor de que esta situación pueda perturbar la “paz social” imperante, se apuran a sentenciar que quienes viven en condiciones de pobreza y exclusión social “no supieron o no quisieron buscar sus oportunidades y por lo tanto son responsables de su situación”. Bajo este concepto los pobres se transforman en una amenaza para el modo de vida “normal”, las leyes se ajustan y la pobreza pasa a ser sinónimo de delito.
La postura servil de los medios de comunicación vuelve a ser fundamental para estigmatizar definitivamente a los excluidos del sistema. A lo que en el imaginario colectivo se asocia con el término “delincuente”, comienzan a agregárseles ciertas características como la vestimenta, el color de piel, la religión o la procedencia. La policía asume la tarea de “identificar” y “requisar” a quienes duermen al raso. La pobreza es un delito, y mientras los innumerables casos de corrupción que han enriquecido a centenares de individuos de traje y corbata aún siguen sin resolverse, en Barcelona (por citar sólo un ejemplo) 811 indigentes son multados en 2011 por dormir en la calle.
El rol de cierta prensa en este afán de criminalizar la pobreza no es patrimonio exclusivo de ninguna nación. En Estados Unidos son los negros, en Europa son los inmigrantes, los islámicos en Francia, los turcos en Alemania , los “villeros” en Argentina, los que viven en la favela en Brasil y los “chavs” en Inglaterra. Los pobres son víctimas del prejuicio de los ignorantes que engendra el sistema y del aporte de los medios de comunicación que insisten en asociar a la indigencia con la delincuencia. De este modo se pretende estigmatizar la pobreza, hacer creer que esa situación no es producto de la errónea gestión económica de los gobiernos o de los fallos del sistema, sino del fallo del propio individuo o de su familia, de los hogares dislocados, de la falta de inteligencia o de ambición.
El estereotipo ayuda a justificar ciertas limpiezas sociales como la que propuso en 2008 el conservador inglés John Ward cuando solicitó la esterilización obligatoria de las personas que tuvieran un segundo hijo mientras cobraban ayudas sociales; medida apoyada por el periódico Daily Mail cuyos lectores afirmaban estar escandalizados por “esos aprovechadores, vagos y sinverguenzas que no trabajan y están hundiendo al país”.
Ayer mismo pude comprobar -con el asco con que sólo se pueden comprobar estas cosas- hasta qué niveles se eleva el prejuicio y la imbecilidad de los “normalizados del sistema”. Un ser humano dormía en el cajero automático al que otro ser humano pretendía ingresar para retirar dinero. El primero tiritaba de frío mientras que el segundo solicitaba la presencia policial que le garantizara seguridad. “Nunca se sabe cómo puede reaccionar esta gente”, se excusaba ante el guardia civil, mientras que éste procedía a identificar al indigente. Y esta es la muestra más contundente del crimen silencioso que se perpetra cada día, a cada instante y en cualquier parte del mundo. Un crimen cuya mano ejecutora es la misma que dicta las normas de este nefasto presente.