¡Oh Montesquieu!

descargaQuizá fuese porque no fui un alumno muy aplicado, quizá fuese porque ese día de clase de derecho procesal me encontrase en el Paraninfo jugando al mus, pero lo cierto es que nunca supe a ciencia cierta como funcionaban los indultos, hasta hace unos días…

Hace unas pocas semanas saltó la noticia de que un señor condenado a 13 años de prisión por un delito de homicido realizando una conducción con grave desprecio para la vida de los demás, había sido indultado. Sin conocer las motivaciones de este señor, los hechos son que condujo a gran velocidad en dirección contraria por una autopista de peaje. Sólo se detuvo cuando se estampó contra un coche en dirección contraria, segando la vida del conductor de dicho vehículo. Se podría pensar que fue un terrible error, que se equivocó al tomar la salida, incluso en que la moral de un buen cristiano invita al perdón. Nada de esto es así. El indultado cuadruplicaba la tasa de alcoholemia permitida, no trató de enmendar su error con maniobras evasivas o de rectificación, se había cruzado con más coches en le momento del accidente, por lo que podía haberse percatado de tan terrible confusión, y la familia del fallecido llora por tamaña injusticia.

El bueno de Don Alberto ante la magnitud y repercusión que tomó el asunto, tuvo que salir a la palestra y dar explicaciones en el Congreso, siendo éstas que el indultado padecía epilepsia (¿?), y lo comparó con otro caso anterior, lo que no explicó es que tenía cierta relación con el indultado y que en el otro supuesto al que se refería, el conductor no iba borracho como una cuba; y así cumpliendo con una ley de 1870 , sin tener que dar ninguna explicación, se había procedido a indultar a este señor con una celeridad pasmosa.

Este hecho quedaría como un atropello más del poder ejecutivo, sin embargo la reacción de organizaciones judiciales, asociaciones de conductores, de víctimas de accidentes, de los familiares del fallecido y, porqué no decirlo, de la sociedad en general, provocó que se cuestionase esta prerrogativa del poder ejecutivo sobre el poder judicial. Un derecho, un poder, que atenta contra los principios más fundamentales de nuestro ordenamiento, de nuestro estado de derecho.

Esta semana hemos asistido a otro mediático indulto, una joven madre se encontró una cartera, y se gastó 190 euros en pañales y comida. No quiero entrar a valorar si creo que esta mujer debería cumplir una pena que puede parecer desproporcionada. En lo que me gustaría incidir es en lo curioso de la relevancia que ha obtenido dicho asunto justo en el momento en que más cuestionado está el ejercicio de la Gracia del Indulto.

Mi pérfida y retorcida mente se pregunta si existe algún tipo de relación entre un asunto y otro. Si para justificar un deplorable indulto, se ha buscado la cara más social y humanitaria de dicho procedimiento. Si el Ejecutivo, viendo peligrar una jugosísima prerrogativa, ha activado sus resortes propagandísticos para contener a la opinión pública. Pero en definitiva, éstas son sólo las maquiavélicas deliberaciones a las que llega una cabeza abotargada sólo con leer dos noticias diferentes e interconectarlas.

A la clase a la que mi apretada agenda universitaria sí que permitió asistir fue a una de derecho constitucional en la cual se hablaba de cómo tanto Locke como Montesquieu aseveraban que para vivir en una sociedad en la que no se estuviese oprimido por la bestia del poder, debía existir una división de poderes. Guerras, revoluciones e innumerables muertes tuvieron que ocurrir para poder llegar a esto. Puede ser cierto que la figura del indulto deba estar presente en nuestro ordenamiento para enmendar fallos judiciales y así humanizar el sistema, pero es más que evidente que esto no puede ser arbitrario y carente de motivación. Una nueva regulación de este supuesto es necesaria.

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