Es habitual que por estas fechas los medios de comunicación vuelquen todo su potencial creativo en el repaso de los eventos más destacados del año. Imágenes de archivo nos devuelven al presente los sucesos que ya forman parte de la memoria colectiva y que seguramente serán revisados en el futuro, cuando por alguna razón el 2011 se vuelva referencia.
Sin arriesgar demasiado podríamos decir que el sello distintivo de este año ha sido el descontento global que derivó en catarsis colectiva manifiesta en las masivas movilizaciones sociales a las que los gobiernos prefirieron restar importancia. Las voces se alzaron en todas las lenguas para dar testimonio de un hartazgo general. Desde el Magreb a la Puerta del Sol y desde allí al mundo entero se contagió el hastío que imediatamente trajo a la memoria de los más nostálgicos aquel otro síntoma que cuarenta años antes había despertado a la juventud parisina. Las comparaciones fueron inevitables, así como también lo fueron las predicciones de dudosos gurúes que veían en las protestas la amenaza de “grupos de extrema izquierda marginal antisistema”, tal como lo denominó -con rebusques de adjetivación el ex presidente español José María Aznar.
Mientras todo esto sucedía, el “european dream” iba mutando paulatinamente en una pesadilla interminable. Los ciudadanos de a pie se fueron acostumbrando al miedo que los telediarios les inocularon mediante apocalíticos titulares o anticipando las catastróficas consecuencias de una crisis que incrementaba la lista de quienes lo perdían todo. Las estadísticas pasaron a ser el pan nuestro de cada día: “Uno de cada tres españoles teme perder su trabajo”. Y la prima de riesgo se transformó en protagonista de la sección de economía, y también de las conversaciones cotidianas de cualquier hijo de vecino. De ahí al temor a corralitos financieros hubo un sólo paso, y otra vez, las encuestas cobraron relevancia cuando algunos expertos consultados aseguraron temer una restricción de fondos como había sucedido en Argentina en 2001.
Con Grecia en caída libre, Portugal hecha jirones, Italia a la deriva y España en proceso de enderezamiento, los europeos comienzan a ver la debacle como quien observa un espectáculo desde el palco de platea de un teatro en ruinas. Así, sumidos en una desorientación sin precedentes, pasan del éxito al fracaso en un viaje que ha durado apenas un puñado de años. El ejemplo de unidad extraordinaria que significó la fundación de esta Europa común (ahora en proceso de refundación), se transforma en un recuerdo amarillento que aún se resiste a ser borrado de la memoria de quienes no aceptan la derrota bajo ningún punto de vista y que, aunque le siga costando caro al pueblo, “abogan por la continuidad de ajustes extremos con tal de no asumir la verdadera responsabilidad que implica la democracia, la “real”, no la que presiden los mercados”, tal como sostuvo el portavoz del Movimiento 15 M.
Pero si mayo sentó precedentes con las movilizaciones antes mencionadas, a nivel nacional agosto le sigue a la carrera con otra manifestación masiva, aunque ésta con fines bien distintos. La Jornada Mundial de la Juventud que reunió en Madrid a medio millón de cristianos, fue el escenario en el que el Papa Benedicto XVI pidió “sencilléz” y exhortó a la multitud a “no contentarse con las corrientes de moda y a no cobijarse en el interés inmediato”. Pocos días antes del arribo del Sumo Pontífice, la Organización de las Naciones Unidas (ONU), declaraba el estado de hambruna en Somalía, una urgencia alimentaria que afectaba a ocho millones de seres humanos en peligro de desnutrición. Pero a pesar del malestar que generó entre quienes vieron inoportuno semejante despilfarro de dinero en plena debacle económica europea, la visita papal tuvo un coste de unos cuántos millones de euros; quizás muchos más de los que hacían falta para salvar la vida de los 29 mil niños somalíes que finalmente murieron de hambre en el Cuerno de Africa.
“Quiero pedir que en estas navidades se conserven las tradiciones cristianas”, dijo el pasado 16 de diciembre Benedicto XVI en Roma. “Ya que a veces predomina el consumismo y la búsqueda de los bienes materiales. Seamos humildes y no nos olvidemos de los más necesitados”, pidió para concluir. Para esta navidad siente a un pobre en su mesa, rezaba el slogan de una campaña que en los años 60 desarrolló el régimen franquista y que Luis García Berlanga supo aprovechar extraordinariamente para crear la magistral “Plácido”, de 1961. El devenir mismo de tanta palabrería me ha conducido inconscientemente a esta comparación que compartiré sin más con el lector.
En definitiva, concluye otro año sin glorias aunque con penas suficientes. Es hora de balances, conclusiones y predicciones. Los medios de comunicación recorrren el calendario para revivir terremotos, revueltas sociales, volcanes, caídas de Euríbores, subidas de primas, visitas papales, renuncias de primeros ministros, elecciones presidenciales, lágrimas de ajustes, retiros de tropas, copas Davis y más revueltas sociales. Un colorido “Todo a Cien” en donde en un mismo estante se confunden las baratijas; un cambalache en el que biblias y calefones comparten escaparate. De semejante mescolanza, yo me quedo con las similitudes entre la ficción de Berlanga y la realidad de Benedicto XVI a quien sólo le falta pedir que para estas navidades sentemos a un pobre en nuestra mesa. Una realidad que en ocasiones suele ser peor que todas las ficciones.
Me ha gustado mucho. Creo q el deseo gnral es q el año q viene sea mejor, o por lo menos no vaya a peor como parece q lo pintan.