Según datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), 250 millones de niños de edades comprendidas entre los cinco y los quince años, son explotados diariamente como trabajadores en diversas regiones del mundo. Demás está decir que esta es una realidad que a nadie escapa. Aunque si nos detuviésemos en las denuncias que las organizaciones de derechos humanos anualmente trasmiten a quienes tienen el poder para detener esta lacra, quizás dudaríamos de la noción de algunos acerca del nefasto fenómeno del trabajo infantil.
Claro que las estadísticas no representan más que simples ecuaciones matemáticas, cuyo propósito -valioso al fin y al cabo- es el indicador. Lo que sí consigue imprirse en la conciencia es el rostro y la voz que ilustran de manera contundente el verdadero drama, del cual -amén de lo antedicho- apenas tenemos un mínimo conocimiento.
Una de esas voces, aunque estertórea, es la que se oye a orillas del río Buriganga, más precisamente en Daca, la densa y polusionada capital de Bangladesh. Es la voz de Azharul, un niño de doce años que reside en un barrio de chabolas no muy lejos del centro de la ciudad. Hijo único de un matrimonio que malvive de trabajos precarios, Azharul recoge papel y cartones durante ocho horas diarias; aunque según disponga su jefe, la jornada puede extenderse hasta diez o doce horas. “No tengo sueldo fijo, lo que gano depende de la cantidad de papel que consiga en el día”, explica este chaval que, tras interminables caminatas a merced de las inclemencias climáticas, cierra su jornada laboral con un tope de ganancia que oscila entre 30 y 40 Takas (40 céntimos de Euro).
La historia de Azharul no difiere demasiado de la de Ranjit, un niño que ni siquiera recuerda cuándo comenzó a trabajar. “Cinco o seis años”, dice intentando saber qué edad tenía cuando los cartones se transformaron en su forma de ganarse la vida. Azharul y Ranjit se saludan con un apretón de manos, colocan las bolsas de arpillera sobre sus espaldas y continúan orilleando el Buriganga en busca de la materia prima que los sustenta. Son niños, aunque nada tienen en común con otros chavales de su misma edad. Hay algo en ellos que no se corresponde con su naturaleza infantil, algo que los hace notoriamente diferentes y que se refleja a través de su mirada. Es evidente que nada dificulta dilucidar a qué responde esta extrañesa. Cualquiera podría advertir el factor de este misterio sin necesidad de recurrir a los manuales psicopedagógicos. “Son niños que no juegan o cuyo juego no es otra cosa que sobrevivir”, explica Ahmed Aktharuzan, responsable de un programa educativo financiado por una ONG india, “Estos niños están cansados de trabajar; muchos presentan signos de depresión o están tristes por no ir a la escuela. Cuando hablas con ellos te das cuenta de que tienen muchos deseos de ir a la escuela. Nosotros no podemos evitar que trabajen, así que les decimos que vengan a aprender a leer y a escribir cuando finalicen sus jornadas. Pero tenemos muchos chicos que llegan agotados y se duermen o se desvanecen en el aula”.
Azharul y Ranjit son dos de los seis millones de niños trabajadores de Bangladesh. La extrema pobreza de los barrios en los que nacieron, impide a sus familias cubrir necesidades básicas como la sanidad y la educación. Es por ello que la única alternativa que les queda es salir a trabajar. Los más “afortunados” gastan su infancia recogiendo papeles o trabajando de sol a sol en distintas fábricas clandestinas, y quienes no tienen esa “suerte” se transforman en simples esclavos o son prostituídos por adultos. “Un gran porcentaje de los niños trabajadores tiene serios problemas de salud derivados de las condiciones a las que se los expone. Aún así, los que consiguen trabajar en la junta de papeles y en las fábricas, podría decirse que al menos por ahora escapan de otros males aún mayores”, explica Ahmed.
No hay días especiales en la vida de Azharul y de Ranjit, como tampoco los hay en la de los niños que habitan las favelas de Brasil o las villas miseria de Argentina y otros países de Sudamérica. El trabajo infantil es otra de las zonas oscuras de un sistema cuyos defensores preveen “más equitativo en el futuro”, según asegura Salvador Giner, presidente del Instituto de Estudios Catalanes (IEC). Sin embargo existen quienes no dudan en aseverar que la desgraciada vida de estos niños es consecuencia directa de los entresijos del sistema, cuyo mecanismo requiere de estas aberraciones -a las que falazmente algunos llaman “anomalías”- para continuar funcionando. “En muchas de las fábricas hay niños cociendo balones y calzados que este año otros niños pedirán para navidad”, sostiene Amhed.
Hace algunos años un periodista brasileño entregó a una niña de una favela paulista, un listado de regalos para solicitar a Papá Noel. El desconcierto de la pequeña fue tan grande como el del propio comunicador, ya que dentro de las posibilidades no figuraba el objeto más deseado por la entrevistada. “Comida para mi y para mis hermanos”, pidió, con las mismas ansias de quien anhela una Playstation.
En pleno siglo XXI no hay Charles Dickens que pueda retratar tanta tragedia y miserabilidad infantil. Tampoco hay culpables, o si los hay, son entes invisibles que deciden democráticamente por sus propios intereses y facticamente por los intereses de la mayoría. Pero confiemos en las predicciones de quienes auguran un porvenir en el que este tipo de artículos periodísticos, como el que aquí conluye, sean apenas un testimonio de una era de horror que asoló a la mitad de la población mundial. Mientras tanto brindemos, que ya llegó la navidad.