Cuente hasta seis. Contemos juntos: Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Y ya está; en este ínfimo espacio de tiempo ha muerto un niño por desnutrición. Esta es la estadística real, aunque muchos prefieran ser anoticiados de esas otras que indican que ocho de cada diez españoles prefieren las playas del Caribe o que tres de cada cinco europeos admiten su inclinación por el lujo y el confort.
Save the Children informó esta semana que el aumento de abandono de niños se ha incrementado notoriamente en Somalía debido a la intensificación de la hambruna en la región, provocada por la sequía y el imperdonable accionar de quines prefieren mirar hacia otro lado. El campo de refugiados de Dadaab, a cien kilómetros de la frontera de Somalía, está siendo testigo de la llegada de niños que son abandonados forzosamente por sus familiares y se ven en la obligación de marchar en solitario en busca de asilo en este campo de refugiados del este de Kenia; sin alimentos ni agua y con síntomas de desnutrición algunos. En el mes de julio, 80 niños llegaron solos al campamento, sesenta más que en el mismo mes del pasado año.
En 2010 se anunció que la tasa de mortalidad por hambre se había reducido por primera vez en 15 años. Los méritos para que esto fuera así no le correspondieron a ningún mandatario con escrúpulos, ni a la acción bien intencionada de alguna organización no gubernamental, ni tampoco a una acertada maniobra de la ONU y sus Objetivos del Milenio. Es más, bien podría decirse que en semejante conquista no ha habido intervención de ser humano alguno, sino que ha sido producto de una casualidad, un mero toque de suerte que ha provocado un repunte en las cosechas -durante los últimos dos años- en otras regiones del mundo y que proporcionará alimentos a noventa y ocho millones de personas. Por lo cual a finales de este año el número de seres humanos que sufrirán hambre será de novecientos veinticinco millones, un número que dobla a la población que habita la Unión Europea.
No puedo imaginar el dolor de ver morir a un hijo. Menos aún cuando esa muerte tiene como responsable al mal reparto de riquezas, a los miserables entresijos de políticas perversas con miras en vaya uno a saber qué clase de futuros. No quiero imaginar el dolor de ver morir a un hijo. Mucho menos aún cuando la pasividad con la que algunos aprecian el espectáculo de estas muertes estrecha vínculos de complicidad con los responsables de la actual infamia global. Y mucho menos todavía cuando la solución a este genocidio tiene un precio de 150 mil millones de dólares; apenas un tercio de lo que costó salvar la banca.
Cuente hasta seis. Contemos juntos.