En América Latina somos todavía pobres, no hay duda, pero la culpa es ante todo nuestra. Siempre hemos buscado presentarnos como víctimas de una continua explotación por parte de los países ricos y muy en especial de los Estados Unidos. Pero la realidad es que nuestros recursos han sido casi siempre mal administrados por el Estado, un Estado muchas veces carcomido por el clientelismo y la corrupción, donde los beneficiarios han sido ante todo los sectores políticos –cuyos favores se pagan con cuotas burocráticas–, los empresarios mercantilistas y ciertas oligarquías sindicales. Aún los gobiernos que se dicen defensores de los pobres y buscan favorecerlos mediante subsidios y políticas asistenciales, acaban castigándolos por culpa de la inflación y el aumento del desempleo que resultan de un mal manejo de la hacienda pública.
Los elevados impuestos, que en busca de la llamada ‘redistribución de la riqueza’ gravan a los empresarios, generalmente acaban por empobrecer al conjunto de la sociedad, pues entorpecen la formación de capital. Frente a ello, los países que han aplicado un modelo liberal, basado en la economía de mercado y en el aprovechamiento de las ventajas que ofrece la globalización, como es el caso de Chile en América Latina, son los únicos que han logrado disminuir de forma radical los niveles de pobreza.
A la hora de señalar a los verdaderos culpables de una situación que contrasta con la de los países del primer mundo, es preciso reconocer que los tenemos dentro de casa y no fuera de ella. En unos casos juegan intereses propios ligados a un sistema proteccionista, y en otros, creencias o ideologías equivocadas. Entre los primeros aparecen ante todo los políticos clientelistas que desencadenan formas de corrupción desde el momento en que necesitan utilizar con ligereza los dineros públicos para comprar con prebendas y privilegios a buena parte de sus electores.
Otro sector que medra a la sombra del Estado es el de los empresarios que muchas veces prosperan y se enriquecen no precisamente gracias a la libre competencia y al mercado, sino a la sombra del proteccionismo y a los beneficios – contratos, subsidios, monopolios, aranceles proteccionistas, préstamos a fondo perdido, etc.– obtenidos del poder político. El contubernio de estos empresarios ‘mercantilistas’ con el clientelismo es un hecho visible en casi todos nuestros países. El pretexto o disfraz que los ampara a unos y otros es el nacionalismo.
Por otra parte, las creencias ideológicas que acuden a dar un soporte a este tipo de modelo provienen de una izquierda radical, de estirpe marxista, declarada o encubierta, que combate el mercado considerándolo como expresión de un ‘capitalismo salvaje’. Esta izquierda tiende a desaparecer como alternativa real de poder en los países miembros de la Unión Europea, cuya legislación económica no les abre campo alguno, pero persiste en América Latina como opción supuestamente liberadora o revolucionaria, y tiene cierto anclaje en algunos sectores sindicales ligados a empresas o servicios del Estado. Dichos sindicatos, que obtienen numerosos privilegios, suelen oponerse a la privatización de empresas públicas, aunque éstas sean inoperantes y registren cuantiosas pérdidas. Cuando agrupan maestros o educadores financiados por el Estado, se niegan a ser objeto de pruebas para evaluar su calidad o méritos. Ello en gran parte explica la baja calidad de la educación pública y las dificultades que encuentran quienes se forman en ella para acceder de manera competitiva a los mercados de trabajo
Quienes buscan y señalan fuera de nuestras fronteras a los responsables de la pobreza son los mismos que ayudan a mantenerla por defender privilegios propios.
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