La política empresarial hostelera se cocina, en algunos casos, a fuego discreto. En diversos establecimientos gastronómicos de la Costa del Sol no se cumplen los requisitos que la ley establece a la hora de las contrataciones. El personal, en ocasiones, suele trabajar bajo condiciones que, más allá de la legalidad, representan un gran retroceso en la historia del empleo y -en la misma medida- un extraordinario avance en las modalidades de la usura y la explotación.
Supongamos que nos estuviésemos refiriendo a cualquier bar de playa en donde los acentos foráneos de los camareros nos recuerdan que detrás de esos ojos cansados se esconde una historia que poco le importa a nadie. Desde la Malagueta, pasando por la Carihuela y continuando el recorrido hacia cálidas y lejanas playas del litoral andaluz, vamos sabiendo de uno u otro inmigrante que se hace su verano sin contratos de ninguna clase, favoreciendo notoriamente a su benefactor que se ahorra una buen dinero.
Los empresarios hosteleros no desconocen en absoluto el provecho que a estos señores extranjeros se les pueden sacar si se tiene la precaución de tenerlos un poco escondidos en la cocina y, en el extremo caso de inspección laboral, hacerlos pasar por un simple cliente que, quién sabe cómo, se desvió camino al baño y apareció tras la barra, justo detrás de la máquina de café.
Hace unos meses concluí una pequeña investigación que, por mero capricho profesional, yo mismo me había impuesto. Se trataba de ver hasta qué niveles y/o categorías de negocios de este rubro ascendían los explotados o, para decirlo de otra manera, hasta qué niveles y/o categorías descendían los escrúpulos de algunos explotadores a los que aquí llaman, equívocamente, “empresarios hosteleros”, ya que la única empresa que se les puede atribuir a estos abyectos seres, es la habilidad para lucrar con la necesidad de sus “inferiores” sin remordimiento alguno.
Ubicado en el emplazamiento conocido como Balcón de San Miguel (Torremilinos, España) y haciendo gala de cada uno de sus premios a la calidad y otros logros no menos infames, se encuentra el restaurante más representativo de lo que el término explotación significa. Su dueño, vaya uno a saber por qué, prefiere llamarse Richard a Ricardo, cumple el rol de chef de prestigio y se vanagloria exponiendo sus conocimientos ante la despistada clientela internacional (aunque él no sepa si quiera decir Gracias en otro idioma que no sea el suyo propio) que diariamente se deja caer por allí, tentada por las propuestas de la guía Michelín.
El sitio, sin lugar a dudas, puede presumir de poseer una de las vistas más atractivas de la bella bahía de Málaga. Por lo demás, bien podríamos decir que los precios, la calidad del rodaballo y el punto del bacalao, son asuntos que en absoluto tienen relevancia alguna en este artículo, ya que el tema que nos ocupa es ese otro plato que allí también se cocina.
El personal lo integran unas diez personas. En la cocina, dos jóvenes oriundos de Chile ayudan a un argentino que con aires de árbitro de fútbol que ha claudicado ante el chantaje, lleva el mando en ese sector. Una joven paraguaya friega platos como una autómata, mientras que una ciudadana búlgara seca a ritmo vertiginoso. Una dulce camarera centroamericana, una malagueña sin mejores opciones por el momento, y otros tantos que van y vienen, completan la plantilla estable a la que los fines de semana se une personal extra.
Todo el despliegue humano que un sitio de estas características conlleva le valdría a Ricardo (Richard) un buen dinero. Ricardo lo sabe, no lo ignora. Ha escuchado hablar de multas, de que “hay que andarse con cuidado” pero que “si no hay inspecciones, se puede ahorrar una pasta”
Toda esa inmunidad de la que Ricardo goza lo convierte en un empresario con grandes réditos económicos a su favor. Para dar una idea de lo que se quiere decir en estas líneas, diré que sólo dos de los más de diez trabajadores gozan del beneficio que les brinda el permiso de residencia y trabajo (aunque esto no quiera decir que los contratos sean honestos o que esos dos empleados hayan sido dados de alta en la Seguridad Social). Todo el resto es dinero ahorrado.
La señora que friega sin parar durante ocho horas (en cualquier otro restaurante sin tanta categoría ni exigencias como el que estamos refiriendo, ganaría un mínimo de 900 Euros) gana 300 Euros al mes, no tiene ningún contrato y, claro está, carece de Seguridad Social. ¿Cuánto dinero se ahorra Ricardo con el esfuerzo de esta señora?
Claro que lo más gracioso del asunto (si es que reviste alguna gracia) es que algunos de estos feudales modernos pretenden que el personal le agradezca la deferencia y se jactan de ser gente honesta.
Demás está decir que todo este palabrerío no servirá de nada ya que a muchos les parecerá un asunto cotidiano e inevitable, además de poco interesante. Sin embargo, y evitando adentrarme en cada una de las faltas a la ley que en este respetado centro gastronómico español se cometen, diré que, aunque poco interesante, sí es meramente gratificante poder comunicar que esta clase de calaña pseudohostelera se mueve a sus anchas, se mezcla y se fusiona con empresarios de ley. Y es precisamente en este punto y seguido cuando la gratitud llega a quienes sí nos interesa desenmascarar a estos seres despreciables que en nada se diferencian de los sucios mercaderes que en otros tiempos, al igual que ahora, hacían de la esclavitud su negocio más próspero.
Aún así, este pequeño artículo no logrará más que ser ignorado. Para cuando vea la luz y las inspecciones lleguen, Richard ya habrá hecho otro de sus mejores veranos y prescindirá de sus esclavos de a Euro la hora.