Quizás la tendencia más habitual en el ser humano sea clasificar, encasillar, etiquetar. Dictar sentencia inamovible sobre un artista, movimiento o estilo. Dar tranquilidad a la farragosa existencia y así pasar a otro tema. Por eso Agua viva es, dentro de la literatura de Clarice Lispector, pieza imprescindible en la literatura brasileña del siglo XX. Basta este fragmento del libro para reavivar la polémica:
“Te escribo a la medida de mi aliento. ¿Soy hermética como en mi pintura? Porque parece que hay que ser terriblemente explícita. ¿Soy explícita? Poco me importa. Ahora voy a encender un cigarrillo. Quizás vuelva a la máquina o quizás me pare aquí mismo para siempre. Yo, que nunca soy adecuada”
Nada menos “adecuado” dentro de la literatura de esta mujer nacida en Ucrania y criada en el nordeste brasileño. Agua viva no es diario, no es novela, no es ensayo, no es cuento, estalla ante los ojos del lector en búsqueda de lo desconocido.
Viaje interior traspasado por un aliento poético inigualable. Escritura fragmentaria de una autora que borra los límites no para vislumbrar certezas sino para llenar de interrogantes la página:
“Oh, qué incierto es todo. Y sin embargo dentro del Orden. No sé siquiera lo que voy a escribirte en la frase siguiente. La verdad última nunca se dice. Quien sepa la verdad que venga. Y que hable. Escucharemos afligidos.”
Dijo el escritor y pedagogo Gianni Rodari que las palabras son como piedras arrojadas a un estanque. Así como la piedra provoca en el agua ondas concéntricas que se expanden sobre la superficie las palabras generan en la mente una serie de reacciones y sensaciones que afectan a la experiencia. Valga esta metáfora para el entretejido de palabras que Lispector plasmó en Agua Viva.
Alejado de la literatura de situaciones, de la descripción de paisajes, el texto se desliza sobre esa voz omnipresente y delicada:
“Esto no es un argumento porque no conozco ningún argumento así; pero sólo sé ir hablando y haciendo; es la historia de instantes que huyen como los senderos fugitivos que se ven desde la ventana del tren”
Apenas se atisba la presencia de ciertas flores, animales o sueños simples de la autora sin un final cerrado. Y está presente ese paralelismo entre la expresión pictórica y la literaria. Un arte que la autora también practicó con devoción. Dos vías diferentes de forjar lo único en palabras o colores:
“No existe nada más difícil que entregarse al instante. Esta dificultad es dolor humano. Es nuestra. Yo me entrego en palabras y me entrego cuando pinto”
Hace carne Lispector sus dudas metafísicas en los pasajes más conmovedores. Una apelación constante a los misterios del ser, su esencia, las constantes transformaciones de la materia en el mundo:
“Todo acaba pero lo que te escribo continúa. Y eso es bueno, muy bueno. Lo mejor todavía no se ha escrito. Lo mejor está en las entrelíneas.”
Clarice Lispector llegó a Brasil cuando tenía dos meses de vida desde su Ucrania natal. A los veinticuatro años publicó su primera novela Cerca del corazón salvaje, recibida con elogios por la crítica. Le siguieron La manzana en la oscuridad, La pasión según G.H., La legión extranjera, entre otras obras. Cultivó la novela, el cuento y hasta se atrevió a escribir narraciones para niños. Definió su corpus literario a partir de 1973, año de publicación de esta obra, como “la hora de la basura”. Una forma brutal de aludir a su intento de apresar lo inefable.
Agua viva avanza desde un pensamiento fijo. Despliega los hilos invisibles que rodean los secretos. Bordea los intersticios de un devenir implacable. Apuesta, se arriesga, tantea en la oscuridad, es un puente de cristal entre dos mundos endebles. Y por supuesto vence encaramada en su arrolladora belleza.